Acho debe ser como es el Perú: variopinto, exuberante, musical, megadiverso, reescrito con el sudor de nuestro baile.
(El Comercio)
Hace unos días recibí de manos de la Beneficencia de Lima las llaves de la Plaza de Acho. Llaves que abren la puerta, así lo siento, del corazón del Perú. Llaves del espacio-bisagra entre Lima, el mar océano y los profundos Andes, allí en el Rimác donde confluyen las Limas del este, del norte, del sur, allí se encuentran, dialogan y funden en una sola cultura, vasta, desbordada, inasible, achorada, faite y milenaria, reescrita por migrantes de todo color, condición y geografía.
Acho, la arena, es entonces recinto para el violín, el charango, la guitarra, el tambor y el arpa andina, el tondero descalzo y la fastuosa marinera, para los negritos de Cutervo y los sicuris de Puno tejiendo música en el viento, para el inquieto huaylas, las morenadas, las coloridas diabladas, las sayas, los zapateos del Guayabo y los del huaino, la ternura de un yaraví desde la voz de Jaime Guardia, las comparsas, los carnavales y carnavalitos de aquí, de allá y de aun más lejos, de ese rincón que persiste en la quebrada de alguna de nuestras tantas cordilleras.
Acho es un tinkuy, un encuentro de pica pica, pañuelos, jarana y castañuela, las tijeras de un niño danzaq, de un kacharpaya en los acordes de García Zárate. Acho es la voz gruesa de Polo Campos, la magia de Tito La Rosa, el pututo de Manuel Miranda, el paso de un elegante caballo al andar, las cenizas del Zambo Cavero. Acho dará la bienvenida a los cajones de los alumnos, seguidores, hijos y amigos de Rafael Santa Cruz, de Cotito, Chocolate Algendones, gran amigo y mejor maestro. Acho es arena para los ritmos negros en clave electrónica de NovaLima, para el entusiasmo de Lucho Quequezana, para la Leusemia de Daniel F, para el rock orgánico de La Sarita, para los personajes de Entes y Pésimo, para la locura pop de Cherman, para los bordados de Leoncio Cosme, para los mantones de las mamachas de La Candelaria, para la contracultura densa y vital que viaja en nuestra niebla.
Acho debe abrazar al caballo altoandino, al de Morochuco, pequeño, grande y veloz, Acho tiene una deuda con el sentir mestizo, quechuahablante, que se hizo del Rímac, de Lima y sus cinturones, Acho está con el criollísimo festejo, el landó y la zamacueca, Acho debe ser arena fértil para el amancay que aún brota cuando la garúa espesa en Lurín, Acho es espejo de la jarana bajopontina, de la tradición renacida en los jóvenes peruanistas, será espacio para el arte y el sabor de un zanguito, el dulzor del ranfañote, el pregón de la revolución caliente y un nuevo viejo suspiro a la limeña. Acho debe ser como es el Perú: variopinto, exuberante, musical, megadiverso, reescrito con el sudor de nuestro baile, abierto y democrático, de vuelta a lo básico, a lo esencial, a lo noble. La arena volverá a ser loma y la loma flor de luz. Acho será entonces mucho más que la fiesta brava, será la fiesta del Perú, la cima de una montaña, la huaca y el apu. La pachamanca. La huatia. El camu camu, el uchu o ají, duende en nuestras viandas.
Serán entonces esas llaves las de una plaza que alcanza casi los doscientos cincuenta años, pero que atesora milenios, acaso tiempos inmemoriales. Serán esas llaves las que nos permitan integrar todas las sangres, conciliar todas las naciones, ver nacer nuevos vinos peruanos, renacer los piscos de antaño, ver reflejarse el sol en la arena.